¿Se
acuerdan de la fábula de la rana y el escorpión? Pues la verdadera condición de
la socialdemocracia tiene que ver con su origen. Vayamos a finales de 1917,
cuando los frentes de la Gran Guerra estaban estancados y la revolución
bolchevique había triunfado en Rusia; eso había propiciado en el ámbito
socialista un debate entre quienes querían movilizar internacionalmente a los
combatientes para que no participasen en ese conflicto imperialista y los que priorizaban
los motivos patrióticos con el ojo puesto en el “peligro comunista”. En
Alemania esa dialéctica había tenido como consecuencia la escisión dentro del Partido
Socialdemócrata (SPD) que abrió paso a lo que luego sería la Liga Espartaquista,
comunistas liderados por Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo. Ambos fueron
asesinados durante la insurrección espartaquista de 1919 por los freikorps (paramilitares reclutados
entre los excombatientes) con la connivencia del SPD. Los socialdemócratas
habían hecho su primera gran aportación al orden capitalista burgués deteniendo
a los revolucionarios comunistas y antipatriotas. Esa vocación de paliativo del
capitalismo ha definido esta ideología que se ha ido adaptando a las derivas de
este orden económico con más o menos fortuna. Sus mayores logros tuvieron lugar
sin duda durante el largo periodo de posguerra, donde el laborismo británico de
Wilson o las posteriores fórmulas escandinavas fraguaron ese estado de
bienestar que se extendió exitosamente por la Europa democrática garantizando
unas cotas de desarrollo para la clase trabajadora que nunca se habían
conocido; bien es cierto que el miedo al coco soviético propiciaba estas
concesiones graciables de los poderosos.
Pero
la caída del telón de acero en 1989 refrendó las tesis neoliberales que venían
siendo cocinadas por los Chicago boys
y hábilmente servidas por Margaret Tacher y Ronald Reagan en el axis mundi del “Occidente libre”. El
capitalismo se dejó de concesiones y paliativos para destapar su ADN de
avaricia: cuanto más beneficio, mejor, no debe haber límites para el libre
mercado. Además (según Tatcher) cualquiera podía convertirse en un empresario;
la fiebre del enriquecimiento invadió Occidente y se coló luego por la
empobrecida Europa excomunista, aunque para ello hubiera que confiar plenamente
en los aprendices de brujo financieros que aconsejaban desregulación, merma de
derechos sociales, libérrimo mercado y cornucopia para todos; además, con la
derrota de la URSS la Historia había terminado (Fukuyama) y los conflictos de
clase también. Los relatos neoliberales se impusieron en el mercado de las
ideas quedando la vieja socialdemocracia arrinconada y obsoleta; pero aquí
también surgieron nuevos profetas que remozaron las añejas siglas laboristas y
socialistas con atuendos neoliberales; así nació el socialiberalismo de la
Tercera vía de Tony Blair, también presentado como liberalismo progresista o
economía social de mercado… La receta ideal para poner cataplasmas paliativas a
los excesos del tardocapitalismo globalizado y lavar la conciencia.
Felipe
González desde 1982 tuvo que implementar a marchas forzadas un estado de bienestar
casi inexistente en la España posfranquista,
pero enseguida se sumó al socialiberalismo con ministros como Boyer o
Solchaga (la era del “pelotazo”). Al mismo tiempo asumía los cauces pactados
del régimen del 78 y el desmantelamiento del tejido productivo español impuesto
desde Bruselas. Willy Brandt y el SPD confirmaron que ese joven andaluz por el
que habían apostado estaba haciendo bien su trabajo de domesticar España;
Estados Unidos también se lo agradecería. El tránsito de Isidoro al hombre de
negocios defensor de la Gran Coalición muestra a las claras el recorrido del
PSOE de Suresnes al socialiberalismo presidido por la telegenia y el tactismo
de un Sánchez tutelado por baronías aún más conservadoras.
No
sé cómo puede sorprender a muchos el pacto de investidura del PSOE con C’s… Es
otra muestra más de esa acreditada condición de “progresismo digerible para
salvar los muebles del capitalismo”, solo que ahora adquiere una dimensión inquietante,
en la medida que el capitalismo financiero globalizado está mostrando su faceta
más voraz e insolidaria, beneficiando a las oligarquías a costa de una clase
trabadora condenada al precariado.
Rivera y los suyos han cooptado al PSOE hacia su condición gatopardiana
(apariencia de cambio para que todo siga igual), hacia esa “segunda transición”
regida desde el “centro político” que se firmó por sus jóvenes líderes ante El
abrazo de Genovés, símbolo icónico de ese periodo tan añorado. Entre tanto, con
la activa participación de los medios de persuasión dominantes, se está
intentando colar el relato de un pacto “reformista y progresista” al que se
oponen los radicales podemitas -menos mal que Compromís y UP no han caído en la
trampa- y los corruptos peperos. Así pues, lo que en el debate a cuatro era
para Pdr Shcz la otra derecha ahora es el centro progresista y reformista, que
es a lo que siempre quiso aspirar el PSOE. Una vez más, como hiciera en la
primera Transición, ahora con ayuda de los naranjas, ese viejo partido ha
acudido a salvar el régimen en un momento en que en Europa y América brotan
nuevas izquierdas altersistémicas que, curiosamente, reivindican ese espacio
socialdemócrata que el PSOE ha dejado huérfano a favor del socialiberalismo.
Otra
vez más el PSOE se mueve cómodamente entre falsos relatos, abonado al timo de
las apariencias: se presentan como moderados, centristas, de izquierdas y
reformistas. O sea, la cuadratura del círculo. Todo con vistas a poner en el
abismo a PP y Podemos y presentarse como los garantes de la España viable y
dialogante. ¿Aceptarán sus bases, advocadas por Iglesias como fuerza de cambio,
el último trágala del puño y la rosa? ¿Tan ingenuos son para tragarse esto
elección tras elección? Para ello cuentan con todo el apoyo del establishment financiero y mediático.
Más allá de las cortinas de humo semánticas -izquierda, progresismo,
reformismo- se desvela una vez más el intento de los de arriba por mantener
noqueados y dominados a los de abajo: la Segunda Transición.